Programa de Madrid: Meditaciones callejeras

31 March 2013

(Fragmentos de los diarios de algunos de los estudiantes que fueron con el profesor Humberto Huergo al programa de Carleton College en Madrid en el otoño del 2012)

“Lo inobservable urbano”

“El cineasta trata de transmitir precisamente lo que no se puede ver, lo que se esconde en el flujo de las conductas, o como decía Siegfried Kracauer, lo inobservable”  (José Luis Guerín, En construcción).

En el parque del Oeste una joven sentada debajo de un árbol se abraza a sí misma.

En el parque del Retiro una señora y su hija lloran juntas en un banco.

Por eso me encantan las imágenes concretas y sin explicación: son las más irreales

Un hombre —chaqueta gris, pantalones negros— arroja una barra de pan en el río.

En la esquina de Goya y Vergara un mendigo se corta las uñas.

Por eso colecciono pedazos de la experiencia.  Las imágenes visuales, recompuestas y montadas de manera que reflejen el ambiente, captan mejor el sentido de la experiencia.  Los fragmentos y pedacitos de papel representan algo para mí.  No tratan de explicarlo, ni de profundizar en ello, ni de interpretarlo; no tienen voz humana.  Tal vez por eso me encantó la parte documental de Los espigadores y la espigadora de Varda: “Dibuja con los objetos y compone con el azar”.  El azar me regala pedacitos de papel o lo que sea que yo intento recomponer para expresar un ambiente, para captar, sin explicarla, una experiencia.

De primero, ensalada especial.  De segundo, conejo al ajillo.  Pan, agua con gas y café solo (“un solo”).  El mesero de dientes picados acaba de hacerse abuelo.  Su nieto nació el lunes.  Al salir, el mesero de bigote me dijo: ‘Gracias, amigo’” (2 de octubre de 2012, La Sanabresa).  Practicar un lugar hasta que el alma del mesero se revele en sus dientes picados. 

Sin apartarme de lo concreto —Menú del día: paella / merluza con patatas / vino / postre o café / 9,50 €—, sin apartarme de lo concreto, arrancarle a la realidad su sentido.  La realidad dice: Menú: 9,50 €.  El sentido murmura: el temblor y la graciosa imperfección de las letras escritas a mano sobre el pizarrón, el polvillo de tiza, el calor de lo cotidiano.  Y más todavía, acercarse todavía más a lo imponderable, inventarlo mejor: lo infantil del pizarrón, la humildad y la fragilidad de la letra, la infancia toda: “¡Otra vez, papá, otra vez!”  Y así, de fragilidad en fragilidad y de inocencia en inocencia, entrever el juego eterno de la vida y la muerte y, por un segundo, estar conformes con el mundo.  Amor y pobreza.

—“¿Vas a querer un cortado?”

—“Sí”.  Ya sabe lo que siempre pido.  Luego el otro camarero, que tampoco es de Madrid (se nota en el ritmo del habla, que es rápido y corto, pero a la vez más musical y menos preciso y más difícil de entender) me preguntó:

—“¿Por qué no te has comido la galleta?  ¿No la quieres?”

—“La estoy guardando”, contesté. 

—“¿Te traigo otro bizcocho?”

—“¿Para mi amiga?”

—“No, para ti”.

—“No, no gracias, estoy bien”.

—“¿No quieres otro?”  Entonces me trajo dos más.  “—Uno para ti, y otro por ser buena amiga”, dijo.

Mi barrio es la frase que cruzo todas las mañanas con el portero, Manuel.  Pronuncia cada sílaba de mi nombre con cuidado y me sonríe y me dice que va a ser buen o mal día, y que tengo que aprovechar el tiempo.  Mi barrio es el periódico que compro en la esquina, y más que el periódico, la rubia que inmigró de Yugoslavia y que me contó que su hija, que tiene mi edad, trabaja en Alemania.  Mi barrio es una comunidad de afectos circunstanciales y fugaces.  Es el griterío de los niños cuando salen de la escuela y el olor a pan fresco.  Es la gitana que se sienta en la esquina y que todas las mañanas me dice “hola, guapa”.  Es la peluquera Isabel, que me llama “hija” y las tapas que compartimos una tarde en el Café Belía.  Es el consejo de mi vecina en el ascensor: “Ponte una bufanda para no coger la gripe, cariño”.

No sé si haya dejado una huella en Madrid.  A veces siento que tengo miedo de pisar el barro.

¿Mi papel en mi barrio?  ¿La chica que se sienta a fumar en un banco?  ¿La rubia que obviamente no es de aquí?  ¿La chica que por alguna razón desconocida (desconocida para ellos) anda con lentitud?  El camarero del restaurante al lado de mi casa: “Oye, ¿a dónde vas tan de prisa?”.  Casi no podía andar.  Mi portero: “¡Ah, tu ejercicio del día!  ¡Qué bueno!”  Cuando no podía salir, conocí a la gente de la manzana.  Era la enferma con esperanza.  Oí que en la calle alguien dijo: “Siempre veo a esa chica”.  Ahora siempre sonrío y digo “buenas” cuando los veo.  Soy la chica que no sabe exactamente cómo “se practica” el barrio.  La chica que vacila entre “tú” y “usted” con todo el mundo mayor de 40 años.  La chica que les sonríe a los perros.  La chica que les sonríe a los desconocidos (como doña Berta).  La verdad es que no me siento parte del barrio.  M. dijo que hace diez años conocía a todos los que vivían en el edificio, pero que ahora muchos se han mudado y ya no conoce a casi nadie.

Para la vieja que se rompió  la pierna hace un mes soy “la maja que le abre la puerta”.  Para la mujer que trabaja en el chino al lado de Os peregrinos soy la joven que siempre viene y pide “el vodka más barato que tengas”.  Para el hindú del locutorio soy una oportunidad de practicar el inglés: “One sixty five”, “see you later”.  Mi relación más fuerte es la que tengo con Jesús.  Cuando fuimos a pasear el miércoles un amigo suyo le preguntó: “¿Y ésta quien es?”  Jesús le dijo: “La hija estadounidense a la queremos todos”.

El barrio es el espacio en el que mi hermano P. es aceptado, donde es perdonado.  Nunca  he dicho: “Mi hermano es autista, perdónelo por haber probado más queso del que debe, por haber quebrado esa botella de vino, por haberle preguntado por su cumpleaños y la fecha de la muerte de sus padres.”  Pero después de años de visitas al supermercado Barzinis, donde mi hermano conoce todos los nombres y datos importantes de los empleados, mi hermano se ha convertido en cliente.   Los dependientes le dicen: “¿Qué tal, P.?  ¿Qué has comido de almuerzo?”  Le preparan una cajita de dulces de Navidad que sobran en la peluquería.  A mí me dicen, “Buenas tardes, señorita,” con una sonrisa.  Es decir, ese entendimiento tácito y esa flexibilidad crean cierta aceptación que se acerca a un cariño íntimo, aunque uno nunca lo pide ni lo espera.  Esta aceptación se manifiesta en la forma de broma también.  La panadera le pregunta a mi madre si quiere el pan cortado, y mi madre contesta que “sí, cortado con una sonrisa también,” y se ríen.  En Zabar’s, la empleada le ayuda a un señor a cerrar la caja de aceitunas, diciéndole, “Fíjese, señor, lo que necesita esta caja es el toque de una chica.”  En el restaurante cubano La caridad, la camarera me habla en español y bromea, “Qué bien que entiendo yo un poco de inglés y tú un poco de español… ¡si no, estaríamos jodidas!”

“Lo que veía era tan pequeño y pobre como grande y significativo” (Walser, El paseo).

Tres ancianas dando un paseo por la calle de Valencia.  Una dice: “¡Fíjate, qué buen hombre.  Era padrastro de estas chicas pero las adoptaron después de que se murió la mujer para que pudieran heredar…”.  Otro chisme: “Tenía novia y la dejó…”.  “¡Ay, qué pena, exclama su amiga.  Chismes de barrio en medio del flujo de la ciudad.  Dejo de escuchar la conversación al ver una pintada que dice: “Viento es tiempo”.  No la entiendo pero me gusta que esté en la pared.  El tiempo es viento, las viejas son viento, el chisme es viento.  La ciudad no deja de pasar.

En la esquina de Atocha y Paseo vi a dos sordos hablando entre sí en completo silencio.  Me pregunto cómo será Madrid sin el ruido de fondo, sin las voces que llenan el aire, sin el tic tac de los tacones en el pavimento, sin los frenazos, sin el cambio de los semáforos…  Sería como ver la ciudad a través de un cristal.  Todo mudo.  Por eso sentarse en las terrazas cuesta más.  Añoramos el rumor del mundo.     

Después de leer El paseo decidí dar un paseo walseriano.  Mi paseo está dedicado a él.  Lágrimas que no se lloran.  Lágrimas que no se callan.  Agarro mi bolígrafo y mi cuadernito.  Pero primero me escribo en la mano algo que me da seguridad, algo que me inspira: 4.  Mi secretito…  “—Te he preparado un café.  Ven aquí, mi niña”.  Escucho sus pasos acercándose.  Más bien, los siento, como si su cariño caminara por mí.  Y casi no puedo respirar.  Lanzo una mirada a través de la ventana.  Llueve.  ¡Perfecto!  Me lanzo a la calle, en una carrera contra mis lágrimas.  Me destiño en la lluvia.  ¿Por qué estoy tan harta de mi propia sombra?  De repente, el claxon de un coche me despierta.  ¿Dónde estoy?  No conozco esta calle.  La lluvia cae con certidumbre.  Cuando llueve hay un silencio que ruge.  La lluvia nos silencia.  Atravieso filas y filas de apartamentos.  Edificios grises con balcones de barandas metálicas que me miran con un aburrimiento profundo.  (En algunos cuantos balcones rebeldes hay ropas colgadas).  Paso por al lado de un chavalín con botas azules brincando en un charco.  Su padre lo vigila desde el umbral de una cervecería.  Lo deja ser feliz, hablando el idioma secreto de la lluvia.  ¡Qué se moje!  ¡Qué baile!  ¡Ya llegará el día en que no pueda hacerlo!  ¡Cómo la muerte no se olvida de los hombres!  ¡La muerte o algo peor!  Me paro a observar un desfile de paraguas en la calle.  Es un arcoíris monocromático: negro, azul oscuro, gris, marrón, negro, marrón oscuro, negro…  Algunos corren como si la lluvia los persiguiera.  Algunos caminan al ritmo de la lluvia.  Y solo uno, un hombre de camiseta blanca, se rinde heroicamente ante ella.  Llego a la calle Cea Bermúdez.  Me detengo a observar el fluir de los coches.  Parecen un poco mareados.  Cuando veo el mareo de los coches, ¿veo o invento?  ¿Huyo del momento o entro en él?  Sigo hipnotizada el ritmo de los parabrisas.  El perfume puro de la lluvia me rodea.  Me siento en un banquillo para disfrutar de tanta exquisitez.  Una pareja pasa riendo, apretados bajo el paraguas.  “—Ay, me estoy mojando”.  Habitan el mundo de la lluvia.  Usan la lluvia para crear un mundo propio.  La lluvia es su aventura y el paraguas su faro.  De repente una señora y su hija salen de una tienda de alimentación.  La madre la agarra de la mano y con la otra sostiene un paraguas anaranjado con las orejitas de un tigre.  Atraviesan la calle y se sientan a mi lado.  La madre le da un chocolate mientras la niña se pone a cantar una canción sobre un príncipe.  La lluvia se anima al escucharla.  Pero de pronto se detiene.  La madre le pregunta qué pasa, y la niña responde: “No puedo cantar sin mi príncipe, mami”.  El corazón se me derrite.  Súbitamente me llama la atención un Hipercor.  Entro para explorar.  Es un follón maravilloso.  Mallas de todos los colores.  Un reloj de los Simpson. Un reloj del Real Madrid.  Un reloj de Obama.  Un reloj de un toro.  Un reloj de Shakira.  Pelotas de baloncesto.  Un arcoíris de abanicos.  Móviles.  Vestidos de flamenco.  Calzones.  Tangas.  Globos de Hello Kitty.  Cojo la calle de Valle Hermoso.  Me siento en un banco a fumar.  Las formas del humo se hacen y se deshacen.  Observo mi mano y advierto que la lluvia ha borrado mi número secreto.  Y de repente me da miedo.  Como si estuviera en una montaña rusa, me agarro al banco con firmeza para no caer.  De repente una joven se me acerca: “—¿Un mechero?”  Ha cesado la montaña rusa.  La joven se sienta a fumar a mi lado.  Somos dos chicas fumando en un banco, una para olvidar y la otra para recordar.  ¡Qué moño tan lindo!  Es como el moño que una madre le hace a su hija el primer día de su clase de ballet.  Cierro los ojos para sentir la electricidad del aire.  Ya no pienso.  Respiro mi nueva libertad.  Siento como si estuviera flotando.  Me siento viva.  ¿Quién soy?  

“Dibujar es sacar una línea a pasear” (Paul Klee). 

“Amaba en realidad la mayoría de lo iba viendo, de manera fogosa e instantánea” (Walser, El paseo).

El sentimiento del mundo.  Un momento de gratitud.  Esta idea me conmovió profundamente porque es el mismo sentimiento que quería explicar en la entrada del 5 de noviembre sobre la alegría de correr.  Para mí es un momento de éxtasis en el cual no soy solo yo: soy la gente, soy los perros, soy mis zapatos, soy la acera, soy los edificios.

Emerson: “The city is made up of finites”.  Bullshit.  Puedes encontrar el infinito en cualquier cosa. 

La alegría de los niños jugando, el amor de una pareja de viejos dando un paseo, la indiferencia con la que me trata el tío del quiosco, la conexión entre los pies y la acera al correr, la sonrisa de la portera cuando mira a su nieta, la bocina de un coche, los chistes, la risa, los gritos.  ¡Todo!

Una boda en el Retiro.  Por un instante siento envidia, tristeza por un amor perdido recientemente.  Lucho con mi Tomzack (Walser), mi narcisismo.  Veo la belleza de la novia, su felicidad inocente.  No es mucho mayor que yo.  Su madre la abraza.  “Mi hija no te vayas, te quiero”.  El vestido rosado de las damas proyecta una alegría artificial.  Mi amargura ha transformado mi mirada.  Abandono la escena, sabiendo que no serviría de nada que me quedara.  Aprender a perder es lo más difícil.  En el parque paso junto a un grupo de patinadores, hombres con ojos llenos de deseo, un niño llorando, dos viejos fumando puros en una banca, una pareja se abraza, un vagabundo dormido debajo de un árbol.  Cada imagen me sacude y me hace sentir que yo no soy solo yo: soy todo esto también.  El mundo y yo no somos entidades distintas. 

“El espíritu del mundo se había abierto.  Yo me había convertido en un interior, y paseaba como por un interior; todo lo exterior se volvió sueño” (Walser, El paseo).

Al salir de la casa siento una profunda libertad.  Es una libertad que no se puede experimentar dentro de la casa y, para mí, una libertad que solo se puede vivir plenamente si estás solo.  Con otra persona, la experiencia se convierte en una experiencia social y cambia de sentido.  Con los demás no estoy en el lugar donde estoy y no puedo perderme en ese bucle tan raro que componemos el ambiente exterior y mi psicodrama interior.  Es una actividad hermosa.  A través de los detalles concretos nos perdemos en los detalles inconcretos, como si paseáramos por dos lugares y dos tiempos distintos al mismo tiempo.  Es casi imposible explicarlo.  Cuando estoy paseando por la ciudad, sin propósito alguno, es como si caminara a través de la niebla, flotando entre la vida exterior y la vida interior.  Ahora mismo escucho la risa de una pareja y el jadeo de un perro.

Llegamos a la Plaza de España y pasamos por el lado del carrito de un vendedor de castañas.  “Castañas asadas como las hacía la abuela Avelina con carbón de encina”.  ¿Quién será la abuela Avelina?  Bajé en la próxima parada y regresé al carrito.  Una docena de castañas por 2€; media docena, 1,50€.  Olían bien, a humo dulce y el asador emitía un calor acogedor.  Había dos hombres en overoles azules manchados de carbón asando las avellanas.  “—Hola, dime”, me dijo.  “—Hola, media docena de castañas, por favor.  (No sé para qué dije “por favor”.)  Empezó a llenar una bolsita de papel con una cuchara grande con agujeros.  “—¿Me has dicho media docena, ¿verdad?”  “—Ah, sí, perdón”.  Me había distraído.  Vació la bolsita y empezó a llenarla de nuevo.  Tenía las manos manchadas de carbón; sus dedos eran gordos, las uñas cortas.  Le pagué y me dio el cambio, disculpándose porque solo tenía moneditas.  Me senté a comer en un banco frente a la fuente.  Las castañas estaban calientes y dejaban un polvo fino de carbón en los dedos.  Pensé en las manos manchadas del hombre y en las mías, pequeñas y delicadas.  La plaza estaba cubierta de hojas.  Los árboles se parecían a los de mi calle.  El sol se fue ocultando detrás de las nubes y de pronto sentí frío.  Me ajusté la chaqueta y la bufanda.  El cielo estaba blanco y gris y a lo lejos se veía una hilera de ventanas y un rascacielos con unas esculturas de adorno.   

Hay paseítos en los que la vida de la ciudad me anima.  Me siento fuerte, capaz, segura de mí misma.  Cuando estoy en este estado de ánimo, el cerebro es una boca que come y come y come y no puede dejar de comer cada detalle que ve; no puedo estar satisfecha ni llena porque siempre hay más detalles que quiero tragar, masticar y digerir.  Nunca sé qué tipo de paseo tendré antes de estar en la calle.  “¿En qué me convierto?  En ilusión, en mierda; me siento más ligero o más débil o más fuerte.  Recuerdo otros tiempos o no recuerdo nada.  Me siento conforme o molesto, agradecido con la vida, inquieto, ágil.  Me refugio en mí o me disuelvo en un Todo ridículamente cósmico.  Y todo eso porque hay una fuente o no, echa agua o no, porque la calle es estrecha o ancha, porque tiene gente o no”. 

Estos son los livianos, los que juegan a pesar de todo.  ¡Madre mía, éste es el sentido de la vida y la única manera de ser feliz!  Joder, odié la peli pero expresa con exactitud el sentido de la vida.  ¡Joder!  ¿Es eso lo que quiere decir ficción para Marsé?  ¿Es así como se expresa la posibilidad creativa de la experiencia?   “Lo que para mucha gente es un montón de porquerías, para mí es un montón de posibilidades”.  Se parece mucho a la “Historia de detectives”. 

¿Es esa la función del detective?  Arrancarle una “posibilidad” a la porquería del momento vivido.  ¿Qué es lo vivido sino la posibilidad que le presto al momento?

Espigar es el acto de acercarse a “aquellas realidades y comportamientos” y “sacarlas fuera de su anonimato.”   Ahora entiendo lo que es el juego de las imágenes urbanas de Marsé y de esta película.  Este juego no es la negación de la realidad, del hambre en Los espigadores y la espigadora ni la negación de la pobreza o tragedia en “Historia de detectives.”  Más bien jugar es transformar un accidente en una posibilidad, encontrar una comunión  donde no hay nada… ¡La profunda gratitud de Robert Walser!  Al iluminar las historias de los espigadores Agnes Varda se acercar a ella misma.

Ficción es lo que se abre entre lo que escucho y lo que invento.  Ficción es anotar: “—¡Ay, mi Pulgarcita, cada día vas enflaqueciendo” (c/ Juan Bravo).  Ficción de un tono, de un cariño.  Pureza ficticia del afecto.  Más claro que la realidad, más punzante, más cercano.  La oración de cada día.  La piedad de la calle.

Transformar el viaje en “ficción”.  No huir de la realidad, sino amarla.

Voces como éstas: “—Prométeme que no lo harás sin mí, prométemelo”, “—¡Venga, te sigo al fin del mundo!”, “—¡Otra vez, papá, otra vez!”, “—Antes no hacías eso, prometer por prometer.  ‘Parece’, ‘parece’, ‘parece’…  No ‘parece’.  Tienes que sentir”,  “—¡Pasa por ahí, pequeña!”            

Lo que dice la gente y los pedazos de frases sueltas que yo anoto son y no son la misma cosa.  Lo que dice la gente se agota en la conversación.  En cambio, lo que yo escucho (lo que la calle me regala) son afectos en estado puro, el puro dolor, la pura soledad, la pura alegría.  Soy el ventrílocuo de sus voces y transformo lo que dicen en expresión, mi Pulgarcita.  Sin cambiar las palabras, les presto un sentido, el peso que se pierde en la conversación real. 

Estoy enamorada de Juan Ramón Jiménez: “Nada es mío, de nadie soy; no sé nada, lo sé todo; igual me da vivir que no vivir . . . Nada recuerdo y no se acuerdan de mí.  ¡Qué bien!  ¡La primavera y yo! (“Minuto”).  Capta exactamente lo que he tratado de decir en muchas de mis entradas.  No es un minuto de reflexión.  (Aunque tampoco es un minuto inconsciente).  ¡Eternizar la momentaneidad momentaneizando la eternidad!  ¡Dios mío!  En tal momento, en un minuto de tal perfección, tan separado-conectado con todo, fuera del tiempo en el instante, un minuto de reconocimiento ni posesivo ni indiferente, todo lo que puedo decir es: ¡Qué bien!  “¡Qué bien!  ¡La primavera y yo!”  Preguntaste, Humberto, qué relación tenía esta persona con la experiencia.  Aceptación.  Esta relación no es indiferente a la existencia de las cosas.  Es el reconocimiento agradecido de su existencia.              

Pasar y quedarse (Unamuno).  Todo pasa y se queda en un instante ordinario y eterno.  El momento en que no me preocupa lo que va a pasar.  El momento cuando mis recuerdos, mis experiencias, mis relaciones, mis amigos, mis padres, mi hermano forman una totalidad y por un instante soy quien soy y puedo decir sin duda alguna que estoy donde estoy.  Un momento de claridad.  El momento en que de golpe veo a alguien y tengo que dar un salto a la derecha para esquivarlo.  Este salto es ese momento.  Un salto en el que la gente, mi cuerpo, los coches, los autobuses no se mueven.  Respiro, y de repente estoy corriendo y sonriendo.  ¡Qué suerte que puedo correr!  “Yo respiro / el instante vacío, eterno” (Octavio Paz). 

El peligro de la posesión y el peligro de la indiferencia. 

Una experiencia llena de pedazos, pero cada pedazo fue rico e importante.  1000 vestidos.  Se alquila: 914330500.  Las sillas encima de las mesas.  Un hombre apaga las luces de su apartamento.  Últimos días – Liquidación final.  -35%.